Este libro, el octavo de la autora, responde a una necesidad de mirar atrás y volver a los propios materiales, para identificar una voz y una cosmovisión cuando parece que todos los pesos pesados hayan caído; a saber, el dios de la infancia, el amor medievalizante y el concepto propio, como productos de una evangelización poderosísima (religión, publicidad, revistas, canciones, política, etc.). Si contenido es forma y forma es contenido, en La canción de chica Cheiw se recoge lo que fue de la autora y de su escritura desde 2015 a 2019, justo antes de que estallaran nuestras vidas con la pandemia –seguramente ya estaban los trocitos por los aires, pero solo entonces lo vimos–. Esa colecta, con manos ya maduras, se hace respetando su sencillez “jarchosa” y cierto experiencialismo, y, al tiempo, dando paso a la experimentación latente (la tradición nos ha dado, por ejemplo, el descoyuntamiento en los versos de cabo roto o la recategorización gramatical), más clara en los juegos con poemas de Gloria Fuertes y, el verso torrencial; siempre, acudiendo a lo musical, a la repetición que proporciona el ritmo y con el deseo final de acercar a la escritura lo que sucede en el recitado de los poemas. Además, el léxico del campo de la música es parte fundamental en el texto base (Balada del rímel corrido): “estribillo”, “bucle”, “canción”, “violines” y “coda” son algunos ejemplos. Dividido en dos grandes partes (“Poemas del cuerpo” y “Poemas de la noche”), con un largo poema medial y una coda, la noche es cuerpo y el cuerpo es noche, y la niña, la chica, que aparece y reaparece, pero vestida “de ancianidad de viuda enferma de letras” (bendito sea el oxímoron que contradice hasta este texto) solo desea escribir, impulso incontrolable por el que se lleva “palabras a la boca como una salvaje/ que no quiere morir”.
Tal vez la lectora, el lector, pueda responder a qué queda de la chica Cheiw después de todo.